Como todos los días el caballero cabalgaba en su corcel.
Tal para cual, caballo y caballista corrían por los cerros cántabros.
Se pasaban las horas caminando cerca de los campos de cultivo de cereal y cuando podían, cargaban con la cebada hacia el castillo.
Al crepúsculo subían a la cima de la cumbre y se capuzaban en el cálido cauce del río Campiazo.
Por la noche, el animal se echaba una cabezada en las cuadras y su cacique dormía en su cómoda cama de pluma de ave de corral. Los dos cavilaban sobre las correrías que llevarían a cabo cuando estuvieran en la corona del feudo.